La nueva ferretería o el ocaso del macho alfa


Los niños se parecen a los padres en según qué cosas. Quizá por alguna aplicación espúrea de la ley de acción y reacción, para algunas cosas nos parecemos a ellos pero por otras podríamos ser hijos del butanero. Por ejemplo, yo aborrezco el bricolaje. Que mi padre (en adelante «Papá Copépodo») sea un auténtico manitas, ¿es un contraste curioso o es la causa de mi desinterés hacia el mundo de las chapuzas caseras? Dejemos estas cuestiones para los filósofos y los investigadores y vayamos al meollo de la cuestión: un post sin ningún interés (dejad de leerlo si tenéis algo mejor que hacer, como cortarle las uñas al canario) sobre la ferretería de mi barrio.

Premisa: odio las ferreterías. Este odio es visceral y se remonta a los orígenes de mi existencia, a mi más tierna infancia. Papá Copépodo (que para cuando yo nací ya incluía en su curriculum haber hecho con sus propias manos los muebles del tendedero) quería que su hijito fuese un hombre de provecho el día de mañana, que no tuviese que pagar por lo que podía hacer él mismo y que disfrutara del placer del «yo me lo guiso-yo me lo como» del bricolaje. Papá Copépodo, con toda su buena intención, hacía que el joven Copepodín se despertara temprano un sábado por la mañana para ayudarle en su nueva empresa: instalar las nuevas cortinas del salón, tapizar el sofá, arreglar la cañería o incorporar un nuevo punto de luz al cuarto de baño. La tarea, que pretendía enseñar al pequeño crustáceo las bondades del trabajo en equipo y afianzar los lazos paterno-filiales acababa siendo un suplicio para ambos. Para Copepodín nada de aquello tenía sentido cuando lo que tienes en la cabeza son cosas propias de una larva de 10 años, y además siempre incluían labores aburridísimas como sostener en alto una madera horizontalmente mientras Papá Copépodo hacía no se sabe muy bien el qué. La tarea era sencilla, pero Copepodín pierde la atención, se queda mirando a las musarañas, pensando en sus cosas, sus brazos se entumecen, la madera pierde su horizontalidad y Papá Copépodo se mosquea para todo el día. A episodios como este habrá que añadir el glorioso día en el que a Papá Copépodo se le escapó la grapadora mientras hacía nosequé con ella y la grapa de marras le fue a dar a Copepodín en la mano, para gran congoja, llanto y reprimenda de Mamá Copépoda hacia su cónyuge.

Las ferreterías entran en escena como el odioso lugar cómplice de aquellas actividades malignas de sábado por la mañana. Papá Copépodo necesita, qué sé yo, un par de escuadras niqueladas de 2.5 cm y cuatro agujeros y una cajita de tacos para broca mediana. En su incesante empeño por convertir a Copepodín en un crustáceo de provecho (y después de que éste haya demostrado varias veces su completa inutilidad), le envía a la ferretería con instrucciones precisas. La ferretería, local hostil, siempre está llena de gente. Una selecta representación de bricómanos del barrio, todos muy contentos de conocerse y de hacer por sí mismos los muebles del tendedero. Son habituales, parroquianos del lugar, saludan al tendero por su nombre -Andrés- y (aquí llega el intríngulis), no necesitan esperar cola de ningún tipo porque saben muy bien lo que quieren y posiblemente tienen cuenta propia. Cuando llega el turno de Copepodín (que a estas alturas ya no se acuerda muy bien de si los tacos tienen cuatro agujeros o si las brocas son para usar con la escuadra, éste abre la boca pero el macho alfa de turno (que tiene mucha prisa para colocar la estantería), se cuela vilmente. «Andrés, pásame una caja de alcayatas del 3, anda, te las pago luego». el tal Andrés, sin dudarlo un segundo, ignora a Copepodín (aún boquiabierto intentando acordarse del recubrimiento de las escuadras) y sirve a su amiguete la caja de alcayatas para después hablar un par de minutos sobre el acabado que le ha dado a la madera de la puta estantería. Cuando se despide de él y repara en que Copepodín aún sigue ahí, éste le pide las escuadras y Andrés, quizá porque tiene el día tonto, le replica «¿Pero las quieres para clímper o sólo son de tristación?». Copepodín, que no ha sido advertido por su padre de la diversidad (Qué digo diversidad, ¡del universo!) de las escuadras niqueladas de 2.5 cm y cuatro agujeros vuelve a quedarse boquiabierto ante la impaciente mirada de Andrés, el tiempo justo para que otro macho alfa entre por la puerta y sin esperar su turno le pida a Andrés un tubo de silicona y dos bombillas de 50 W, quizá soltando algún «perdona, chavalín, es sólo un momento» que desde luego no espera ningún tipo de permiso. De nuevo, Andrés y el nuevo macho alfa intercambian conversaciones propias de hombres de verdad, capaces de sostener una madera en perfecta horizontalidad durante horas sin que se les entumezcan los brazos y que, además, tendrían clarísimo si las escuadras que necesitan son de clímper o de tristación. Cuando el nuevo visitante se va, después de presumir de cómo le está quedando la bañera, Copepodín ya casi ni se acuerda ni de lo que venía a comprar y ante las preguntas del tal Andrés y su paternalismo impaciene, decide adquirir las de clímper por acabar cuanto antes con aquella tortura. Un tercer macho alfa interrumpe la compra durante el pago de las escuadras y los tacos, pero parece que por fin la compra ha terminado y Copepodín regresa a casa donde comprueba que, como estaba claro, las escuadras necesarias eran las de tristación.

Quede claro que Papá Copépodo, pese a ser fanático del bricolaje, hacía muchas otras cosas con Copepodín los sábados por la mañana, como llevarle al zoo, al teleférico o al tren (a Copepodín, de pequeño, le obsesionaban los trenes), pero por desgracia para su legado y para Copepodín, nunca le supo transmitir el placer por hacerse los muebles y las chapuzas uno mismo.

Copepodín creció y se convirtió en un apuesto mozo que tuvo que buscarse los garbanzos y las estanterías por su cuenta. Sin embargo, los tiempos habían cambiado y en el intervalo que pasa entre que Copepodín tiene ganas de meterle al ferretero una escuadra de clímper por el recto y que se ocupa de las chapuzas de su solución habitacional ha aparecido una empresa alineante y globalizadora llamada IKEA, que hace que montar el escritorio desde el que ex-Copepodín os escribe estas líneas sea pan comido. (Inciso: queridos todos: montar muebles del IKEA no os hace unos manitas. Hasta yo puedo hacerlo). Sin embargo, ir a la ferretería es algo que toca hacer de vez en cuando.

A Copépodo, ya con sus pelitos en los huevos, no se le cuelan los machos alfa en la ferretería, pero aún así las sigue odiando. Odia las escuadras de clímper y los tacos rojos, e intenta que su estancia en este comercio sea rápida e indolora, aunque el tiempo es más que suficiente para descubrir que pese al éxito de IKEA, existe aún una fauna de machos alfa que van a las ferreterías y se cuelan cuando hay un niño pequeño cuya mañana de sábado se ha echado a perder por culpa de las nuevas cortinas del salón y un padre demasiado voluntarioso. Sin embargo, algo ha empezado a cambiar.

La ferretería de mi barrio es muy grande y en los últimos tiempos, además de escuadras, tornillos y taladradoras ha empezado a incluir una gran variedad de menaje de cocina y pequeños electrodomésticos. De hecho la mayor parte de la superficie del local está dedicada a estos menesteres. Este cambio de mercancía ha provocado el aumento de la frecuencia de otra especie autóctona: la maruja. De la noche a la mañana el ferretero pasó de hablar de las bondades de las regletas alargadoras a comparar qué batidora hace mejor el puré de lentejas. Las marujas exigen ese tipo de atención personalizada y la han conseguido. Este hecho acabó provocando la inclusión de un elemento extraño en la ferretería, plagada de marujas el sábado por la mañana: el número.

Al igual que en la pescadería, un panel luminoso indica el número de cliente que debe ser atendido, para lo cual tienes que sacar tu papelito de un cacharrín que hay a la entrada del local. Recientemente, Copépodo acudió a la ferretería para comprar un elemento fundamental en todo hogar español: una jamonera. Con su número en la mano (58) espera pacientemente la cola de marujas mientras piensa en cómo se va a deleitar con el sabroso manjar. De repente, un macho alfa entra como una exhalación, rebasa a la cola de marujas y crustáceos e increpa al ferretero: «tú, anda dame una caja de escuadras para tristación, que tengo la estantería hecha una mierda y le voy a hacer un apaño». El ferretero, consciente de las nuevas reglas del juego, le responde: «coge número». El macho alfa se queda boquiabierto, con los esquemas rotos, sin saber qué hacér. Balbucea: «¿número? ¿qué número?» las marujas le señalan voluntariosamente la rueda. el macho alfa coge número: 68. Mira al lector: 51, y un rictus de pánico e indefensión se apodera de su rostro. Ojalá Copepodín pudiese verlo.

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22 comentarios en “La nueva ferretería o el ocaso del macho alfa

  1. A veces la imposición genera minitraumas, jejeje.
    Yo al reves, mi padre se creia un macho alfa, pero no era demasiado bueno con el bricolaje… Yo aprendí a defenderme en ello gracias a los errores de mi padre. Y con el tiempo he aprendido incluso de electricidad, e incluso ahora me estoy bricoleando una flamante pantalla de leds para el arrecifito.

  2. Me siento identificado. Mi padre era carpintero autónomo y me tuvo aproximadamente desde los 12 hasta los 17 años que me rebelé «ayudándole» los veranos en su trabajo. Ni sé los cientos de horas que he pasado lijando puertas, emplasteciendo, cortando ingletes… Y por supuesto yendo a la ferretería.
    Bueno, ya sé que hablas del ocaso de los machos-alfa y no de las frustraciones infantiles de cada uno pero bueno: !estoy muy emocionado de encontrarme con un hermano de «minitrauma»!

  3. …mi desinterés hacia el mundo de las chapuzas caseras…
    ¿CHAPUZAS CASERAS? Oiga, no ofenda, «arte doméstico» sería la palabra adecuada para lo que hacemos algunos :-D

  4. ¡Lo que me he podido reír!

    Es muy curioso comprobar cómo la actitud inconsciente de un padre puede provocar (mini)traumas en la prole. En tu caso fue con el bricolaje; en el mío, con el deporte. Mi padre era un gran deportista (sigue vivo, pero ya no se mueve igual, como era de esperar). Sin embargo, mis habilidades de coordinación física siempre han sido… ejem… pobres. De modo que mi padre, las pocas veces que tenía tiempo (era de los que trabajaba en obras a cientos y a veces miles de kilómetros de casa, y se le veía poco, la verdad) se iba conmigo a la cancha de baloncesto y a los cinco minutos exactos se desesperaba al ver que su retoño era incapaz de hacer un apoyo a contrapié en las bandejas, una suspensión al salto en zona o directamente botar el balón y andar a la vez.

    Convencido de que, pese a su valioso aporte genético, su hijo no valía («y punto»), se decidió pronto por sustituir las salidas de aprendizaje por inacabables sesiones de «Tablero Deportivo». He tenido que llegar a los treintaymuchos para romper la resistencia frente a la actividad física –y lo que todavía me queda, pero creo que nunca seré capaz de tener una conversación normal con nadie sobre deportes: ni idea de alineaciones, campeonatos y demás zarandajas. Ni ganas de perder el tiempo, oiga.

  5. Dos cosas :)

    Una: La descripción de Copepodín en la ferretería me ha recordado a los libros de Guillermo Brown que leía en mi infancia. ¿Lo tenías en mente o ha sido casualidad? :D

    Dos: No te dediques al acuario marino a no ser que seas millonario o engañes a alguien para que te lo monte todo :)

  6. Leyendo lo que dice Iván, muchos de los odios que en la blogocosa pueden leerse acerca del deporte (el furbol en concreto, que es lo más mayoritario) al final vienen de traumillas infantiles estilo el que cuenta el mismo Iván o el de esta entrada. Lo que me llama la atención es que la gente no sea capaz de darse cuenta de que sus odios son viscerales, no racionales.

    Sobre lo que dice aquí el Cope a mi me viene la duda de si cuando seamos mayores, y si Doraemon nos lo permite, tengamos prole a nuestro cargo (ahora sí! proletarios!), haremos este mismo tipo de cosas a nuestros hijos con nuestros rollos. Por ejemplo, levantarles el sábado por la mañana para que se traguen de golpe y porrazo los DDVs de Cosmos de Sagan o la Historia del Siglo XX.

    Habrá que tener cuidado con lo que hacemos, que como nos descuidemos nos salen pronazis o lo que es peor, creacionistas.

  7. ¡Qué genial el post! ¡Qué risa!

    Primero, me he sentido identificado con el post en sí mismo; la de fines de semana bricolajeros que Papá Litos me hizo pasar, y lo poco para lo que ha servido. Bueno, hay que decir que algunos truquitos se aprenden, pero de ahí a cogerle el gusto… ni de coña. Ya de bien pequeño me juré a mi mismo que de mayor tendría dinero sólo para poder contratar a profesionales que se encargasen de este tipo de cosas y no tener que hacerlas yo… pero como soy un poco imbécil, va y me meto a investigador, así que ahí estamos.

    Luego, me he sentido identificado también con el comentario de Iván, pues Papá Litos era (es) también un gran deportista. Algo de gustillo me ha quedado, sobretodo por el correr, pero en su momento tardé años en recuperarme de los traumas carreriles.

    Lo que me lleva a la última identificación, con el comentario de eulez; anda que no me he imaginado veces, pillando a mi hijo jugando con un balón y reprimiéndole «te he dicho mil veces que nada de balón! ¿te has leído ya los comics de Spiderman que te di?» «buaaaa papá, es que es un rollo, spiderman es un pringao, yo quiero ver el fúrbol…» «¡qué verguenza! ¡un hijo mío! ala, vamos a ver otra vez El Retorno del Jedi a ver si se te quita la tontería». Así que por supuesto, habrá que tener cuidado y ser ecuánimes y abiertos, yo creo que teniendo esto en mente los «traumas» son mínimos. Además, una cosa es pasar del deporte, y otra meterse con los que les gusta. Eso está feo.

    Resumiendo, que me he reído mucho porque además de la identificación personal, el post está graciosísimo; si es que lo del «copepodín» queda de un cachondo que no veas… y qué bien descrito todo lo de la ferretería, jurl…

  8. Muy bueno. Empecé a leermelo con vagancia y resulta que es muy bueno.
    Mi padre tambiénpretendió inculcarme el bricolage. Visto el resultado parece que su sistema de enseñanza basado en quejarse, gritar y ordenarme que le pasara cosas cuyo nombre oía por primera vez, insistiendo en que se las diera ya SIN SER CAPAZ DE HACER OTRA ESPECIFICACIÓN QUE NO FUERA EL NOMBRE no ha dado mucho resultado y lo que ha quedado es odio visceral por el bricolage.
    A la ferretería no le tengo manía ni nada, siempre iba con mi madre.

  9. Pues imagina cómo debe sentirse el hijo del ferretero… Si además su padre es un manitas level 99 y autodidacta dispuesto a reparar cualquier cosa, mientras controla la meca de los manitas. Y su hijo, incapaz de arreglar ná de ná… Aunque admito que lo peor era cuando intentaba ser útil en la tienda, me pedian algo y claro…no tenía ni idea de qué era, cuánto costaba o dónde estaba, humillante a más no poder. Menos mal que con el tiempo desarrollé una habilidad para reparar, construir, desmontar y manejar cualquier aparato electrónico con interfaz. Por ahí me he salvado y pienso que mi padre me ve un poco menos como un inutílido. xD

  10. Me has descubierto un nuevo mundo (mi única y esporádica relación con la bricocosa es cuando a mi madre le da por poner una estantería o algo así, lo cual quiere decir en realidad que YO tengo que poner una estantería. *sigh*). Recuerdo vagamente ir a las ferreterías de pequeño, pero solía ser para cosas del colegio, y como íbamos 50 críos al mismo sitio pues en realidad solo eran los dos o tres primeros los que daban explicaciones.

    Sobre el cacharro ese de dar numeritos, sirven para muchas más cosas, como meter fichas de Schrödinger (yo le regalé uno a una amiga para cuando dejara a su novio. Por supuesto, cogí el número 1. Por supuesto, inútilmente).

    Y Eulez, Dr Litos, no os preocupéis por los churumbeles. Una pareja de frikis que conocía ya lo tenía todo planeado:

    http://piratasdepeluche.blogspot.com/2008/11/el-plan.html

  11. Fantástico!
    Mi padre también quería inculcarme. No nociones de bricolage, sino directamente el hábito del trabajo honesto. No pasaba un puto sábado, ni un puto día de vacaciones en que pudiera dormir hasta tarde. No. El señor tenía que levantar a su pobre y pequeño demente a las 5.30 de la puta mañana.
    Bueno, es con satisfacción total que declaro que su empeño en inculcarme ese nefasto hábito falló estrepitosamente… y él lo sabe.

  12. Gracias a todos por comentar, me lo he pasado muy bien leyendo vuestras experiencias y comprobando que quien más, quien menos todos hemos pasado cosas parecidas.

    Borja Marcos: ha sido casualidad, no pensaba en Guillermo Brown, pero me ha hecho gracia la comparación. Y descuida, que un acuario marino no está entre mis aspiraciones.

    Eulez: efectivamente, habrá que tener cuidado en no ser muy plastas, o en su defecto, aplicar EL PLAN del que habla Lanarch. Imagino que una de las gracias de la paternidad debe estar precisamente en descubrir las singularidades de tu hijo.

    Raven: ¡¡¡Oh!!! Pedazo de revelación, ¡Tu padre es ferretero! Qué grande, te imagino en la tienda buscando las escuadras de clímper, ¡horror!

    Lanarch: antes de que lo mencionaras iba a recordarlo yo (lo del plan) porque la primera vez que lo leí me pareció genialmente malvado.

    Pancho: ¡A las 5:30! Qué bárbaro.

    Lo dicho, gracias a todos por comentar.

  13. Rafa, yo al contrario, tío. Mi madre se ríe de lo «inútil» que es mi padre para todas las cosas de la casa (y eso que en su juventud fue albañil), y no entiende de donde sale mi afición a trastear con elementos eléctricos y mecánicos. Aunque nunca he sido muy prolífico (mi mayor logro es tal vez hacer una estantería para CDs con latas de cocacola), cada vez que veo una Dremel suspiro… Y sip, disfruto en una ferretería. Aunque ni de lejos, ¡ni de lejos! tanto como en una P-A-P-E-L-E-R-Í-A…. cada vez que veo todos esos tipos de rotuladores… xDD

  14. Aunque un poco tarde, no me resisto a comentar este glorioso post. Sí, mi padre es carpintero, y sí, he pisado muuuuchas ferreterías… Como hija mayor que soy, a mi padre no le importaba que yo fuera una pequeña hembra omega… allá que me mandaba a comprar tornillos, alcayatas y tacos. Entre mis grandes hazañas está la de colocar el aislante en la parte de arriba de mi casa, y llenarme de la cabeza a los pies de «pelusa» amarilla que picaba como el demonio.
    Gracias al universo, tuve dos hermanos pequeños que en cuanto se sostuvieron de pie, me sustituyeron en las labores de carpintería. Pero mi padre es muy dado a hacer los muebles de la casa (camas incluidas) y ahí no se libraba nadie.
    Con el tiempo he conseguido apreciar el pequeño arte del bricolaje, sobre todo, cuando ves que tu padre es capaz de desmontar una lavadora y entender su funcionamiento, y el macho (¿alfa?) que has elegido de compañero de vida lee las instrucciones de los muebles de IKEA al revés.
    Lo bueno es que las enseñanzas de mi padre me han convertido, casi sin quererlo, en la hembra alfa de mi casa, jajajaja!! Soy capaz hasta de instalar una lámpara o desmontar un grifo… ¡¡de algo tenían que servir 5 años de universidad!! Ah, no, calla… que la universidad no está para eso…

  15. Jo, yo no tengo de eso.

    Mi padre, apaños los justos. Y yo igual por supuesto.
    Eso sí, las ferreterias me causan un sentimiento reverencial, como si me metieran en una nave extraterrestre y pudira mirar y toquitear cualquier cosa. Me fascina, supongo que es porque desconozco como usar todos esos aparatos extraños.
    Por lo demás, como no hay dinero, voy aprendiendo a hacer cosillas (faciles pero…)

  16. Pues te ha faltado poner la vez que llegas a la ferretería y sólo hay una persona, pero es un pofesional que, vestido con su mono de tarea, mantiene una conversación pofesional con el ferretero. Y al cabo de diez minutos (como mínimo) te das cuenta de que lo que ha venido a comprar no tiene nada que ver con la conversación y obliga al ferretero a hacer incesantes viajes en pos de lo que necesita para descartar la mitad de lo que le ha pedido para luego llevárselo todo (a lo cual necesita otros diez minutos) por si acaso. Y todo esto significa una cara de pocos amigos por parte de tu madre que te mandó a hacer un pequeño recado y que contaba contigo para acarrear la compra de la semana.

  17. Pues yo siendo una cándida niña e incluso tiempo después, mi padre, radioficionado, me envíaba a una tienda especializada en estos chismes, me tenía que llevar la chuleta de lo que quería, pero luego, viendo las caras de los orangunates que había allí y cómo me miraban, me aprendía de carrerilla lo que quería mi padre, el vendedor alguna vez me quiso vacilar, pero me sabía las posibles opciones en caso de elegir entre dos. Hay que fastidiarse con los machitos.
    También me tocaba ayudar en los múltiples trabajos que tienen los padres: fontaneros, carpinteros, electricistas… hasta que llegaron los «yernáculos» y ahora, el trabajo de ayudar a mi padre es de ellos dos :-D, porque nosotras somos dos chicas.

  18. Pingback: Mi padre enseñándome química | Diario de un copépodo

  19. Ahora que estas en ultramar que sabes del bricolage paterno-filiar de alli y aqui? Por lo visto en el mundo anglosajon debe haber mas tradicion de tener hobis manuales entre padre e hijo.

    No se si tienen más psicologia alli porque tambien he oido mas casos ibericos de gente que ha tenido disgustos bricolajeros entre padre he hijos.

    Por ejemplo, que la hija eche el agua en el lavabo cuando esta el sifon desmontado. Hay que preveerlo todo XD.

    El estilo anglosajon me gusta mucho aunque con mi padre tambien me agobiaba.

    Debe pasar mucho. Como el hijo todavia no sabe se le manda tareas ultrasimples como sujetar algo y como es normal se aburre.

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