1. Asistir al congreso botánico más grande del mundo
La excusa principal por la que he pasado un par de semanas en China fue la celebración del XIX International Botanical Congress, que tuvo lugar en Shenzhen. Los IBC son por definición los congresos científicos de botánica más grandes porque están invitados todo tipo de investigadores que hagan algo con plantas: taxónomos, ecólogos, genetistas, etnobotánicos etc. Se celebran sólo cada seis años y se rodean de cierta pompa a la altura de tan solemne ocasión. Son como los juegos olímpicos de la botánica y se aprovecha, por ejemplo, para revisar el código de nomenclatura, de forma que cada nueva edición del mismo tiene el nombre de la ciudad donde tuvo lugar el IBC. Así, hace seis años en Melbourne, fue cuando se decidió ampliar las diagnosis de nuevas especies al inglés, además del latín (como conté aquí) en el llamado «Código de Melbourne», y el año que viene entrarán en vigor las nuevas actualizaciones en el que pasará a llamarse Código de Shenzhen.
Esta era la primera vez que asistía a un IBC, y la verdad es que ha sido una gozada. Si estos congresos por definición ya son mastodónticos, los chinos han querido salirse por todo lo alto con una edición que ha batido todos los récords (más de 6000 participantes y hasta 26 sesiones simultáneas en algunos momentos). El sarao tuvo lugar en el rutilante centro de convenciones de la ciudad, y es cierto que la comparación con unas olimpiadas venía a la mente una y otra vez.
A este congreso llevaba dos presentaciones orales. Casualidades de la vida, las dos se programaron en el mismo segmento de tiempo en dos sedes distintas. Cuando me monté en el avión no tenia acabadas ninguna de las dos presentaciones. Que se hubiese dado sólo una de las dos circunstancias (no digamos ya ambas) al comienzo de mi carrera hubiese sido motivo suficiente para una angina de pecho (qué años locos aquellos en los que tenía tiempo de sobra, acababa la presentación dos semanas antes del congreso y dedicaba los últimos días a practicarla hasta una precisión milimétrica). Ahora me doy por satisfecho por haber sobrevivido a un verano frenético más apagando incendios. Y sí, pude dar las dos charlas tras un pequeño ajuste en el programa.
Lo mejor del congreso fue algo que no me esperaba: reencontrarme con muchas personas a las que hacía tiempo que no veía. No sé si alguna vez llegaré a reconciliarme con las vicisitudes de la vida académica, pero poder estar en un punto del globo compartiendo espacio y tiempo con algunos de los referentes científicos de nuestros días en companía de decenas de amigos y colegas muy apreciados fue una experiencia que me ha calado más de lo que esperaba. Una de las noches tuvimos un evento privado la gente de mi gremio: estudiosos de musgos, hepáticas y antocerotas, y fuimos más de 100 (ni de cerca éramos todos, pero yo nunca había estado entre tanto briólogo). Conocí a colegas que nunca había visto en persona pero con los que había intercambiado cientos de correos, me presentaron a leyendas de la briología que resultaron ser de carne y hueso, me reencontré con otros tantos y conocí a la chavalería que está empezando. Me consta que este ambiente de cordialidad entre la comunidad musgóloga es único, y es todo un orgullo pertenecer a ella.
Fuimos todos los que estábamos pero no estábamos todos los que éramos, o algo así, ya me entendéis
2. Descubrir el Shenzhen oculto
Shenzhen, justo al norte de Hong Kong y rozando el Trópico de Cáncer, es una ciudad china atípica. Aunque tiene unos 6000 años de historia, durante la mayor parte de este intervalo fue un simple pueblo pesquero. A partir de los años 80 recibió un estatus especial por parte del gobierno para fomentar su desarrollo económico y hoy en día es una de las ciudades más ricas del país, con 10 millones de habitantes. Se trata de una de las ciudades del mundo que ha experimentado un crecimiento más rápido, y durante un tiempo se le consideró el «Silicon Valley del Hardware». Víctima de su propio éxito, el nivel de vida se ha vuelto tan caro allí que la industria está huyendo (¡de una ciudad china!) a otras ciudades más baratas o a países del sudeste asiático.
Vistas desde mi hotel. El rascacielos de la izquierda es el Ping An Finance Center, completado este mismo año y que con sus casi 600 metros es el cuarto edificio más alto del mundo
Shenzhen es una urbe muy occidental (o mejor dicho, muy globalizada) que no ofrece nada especialmente memorable para quien visita China por primera vez, pero hete aquí que callejeando justo por el barrio en primer plano de la foto (entre el centro de convenciones y mi hotel), di con unos vecindarios que podrían remontarse a antes de la explosión demográfica de la ciudad y que han sobrevivido a la implacable proliferación de rascacielos y moles de viviendas. Hasta altas horas de la noche, estas calles son un hervidero de niños corriendo, gente cenando en mesas en la acera, las tiendas abiertas, bicicletas y motos sin luces que circulan en dirección contraria y gente haciendo su vida como si nada.
Paseando por aquí me di cuenta de que esta estampa tan vibrante es lo que impacta de los distintos Chinatowns con los que me he topado, de Manhattan a Usera. Ya sé que es una perogrullada, pero algo encajó cuando vi (incluso en Shenzhen) el modelo del que surgieron lo que no dejan de ser meros sucedáneos. Una cultura espontánea, activa y multitudinaria, pero a la vez cotidiana, pragmática a más no poder, de escupitajos en la calle y ausencia de ceremoniosidad con el forastero (que disfruta con la libertad que da el anonimato al verse en un lugar ciertamente peculiar). El contraste con la cortesía empalagosa y falsa de Estados Unidos es brutal, y se agradece. Aquí cada uno va a lo suyo, y el mero concepto de «espacio personal» no tiene sentido. Nadie se molesta si te pasan rozando o se te cuelan en unas escaleras.
Los comerciantes pasan el día en su tienda, viendo la tele, atendiendo al vecino,… viviendo a fin de cuentas. No hay separación entre la vida personal y profesional. Cuando en la «civilizada» Europa nos quejamos de que los chinos incumplen el horario comercial y compiten deslealmente, quizá se nos pase que no hay maldad alguna en ese comportamiento, sino que inocentemente reproducen lo que para ellos es lo más normal del mundo, la única realidad que conocen. Como inmigrante no dejo de pensar que incluso ciudades como Madrid tienen que resultar especialmente hostiles para gente que ha mamado una vida así. Una noche me siento en una de esas mesitas en la acera y pido una cena con el arte ancestral de señalar con el dedo lo que parece más apetitoso de la mesa del vecino y me doy el gusto de observar discretamente el espectáculo sin que nadie me haga ni caso.
3. Comprobar la disyunción «Asa Gray»
Finalizado el IBC, me uní a uno de los viajes de campo semi-organizados por el congreso. No me apasionan mucho los viajes organizados y con gusto me hubiese aventurado con algún colega botánico si hubiesen estado libres y dispuestos, pero la falta de alternativas y el desconocimiento de la naturaleza local me convenció para intentar unirme a otro grupo de naturalistas y así aprender algo. El destino de nuestro viaje fue la provincia de Guizhou (se pronuncia algo así como «Cuiyou»), una de las más rurales y pobres, y también una de las más montañosas y con mayor biodiversidad.
Nuestra primera parada fue en el condado de Libo, donde se da uno de los paisajes característicos de esta provincia, con unas curiosas colinas calizas muy redondeadas (como dibujadas por un niño) con arrozales en la planicie que hay a sus faldas.
Este paisaje me recordó inevitablemente a una versión inmensamente más extensa de los Mogotes, en Cuba, igualmente una formación caliza cubierta por vegetación tropical (subtropical, en este caso) inaccesible y que explica la conservación del bosque. Al igual que en Cuba, este paisaje está sometido a muchas lluvias, y sin embargo, el carácter poroso de las calizas hace que curiosamente las plantas tengan que estar adaptadas a una relativa escasez de agua (algo que ocurría también en los tsingys de Madagascar de una forma mucho más pronunciada porque el clima es más seco). En concreto visitamos la reserva de Maolan, reconocida en la directivas de reservas de la biosfera de la UNESCO.
Podría contaros muchas batallitas de este lugar espectacular, pero voy a quedarme con un detalle que me gustó especialmente. El botánico estadounidense Asa Gray se percató de que la flora del este de EE.UU. se parece mucho más a la flora del este de Asia que al propio oeste de Norteamérica. Muchos de los géneros de plantas son compartidos entre estas dos regiones, hasta el punto de que si se está familiarizado con la flora de una de ellas, pasear por la otra puede dar algún que otro déjà vu. Un dato menos conocido es que, en menor medida, también el este del Mediterráneo contiene algunos vestigios de esta flora arcaica.
Pues bien, en una de las riberas de Maolan encontramos Liquidambar formosana (izquierda), un árbol muy chulo de hojas trilobadas cuyo género encarna muy bien esa disyunción. Es una de las tres (creo) especies asiáticas que tiene su reflejo en el este norteamericano con Liquidambar styraciflua, un árbol que conozco bien porque se planta mucho en jardines por aquí y al que he visto en su hábitat natural en Louisiana, Carolina del Sur y Georgia (en ese caso las hojas tienen cinco puntas, no tres). Para acabar de rizar el rizo, este es uno de los pocos géneros en los que se da la disyunción extendida y está presente de forma testimonial en algunos enclaves muy reducidos de Anatolia, uno de los cuales pude visitar en 2006. Por lo tanto, ya puedo decir que he visitado los tres centros de la disyunción y me he hecho este mapita de mis observaciones en iNaturalist para celebrarlo.
4. Comer orugas fritas
Desde el punto de vista gastronómico, este viaje ha sido una delicia. Más allá de los clichés de la comida china que consumimos en occidente, cada comida o cena han sido oportunidades de probar frutas y verduras totalmente desconocidas (fruto de loto, pitahayas, lechugas chinas,…), carnes (pollo, cerdo y pato, sobre todo) preparadas de formas apetitosas a veces, y en formatos menos familiares otras (cabezas de pato guisadas, patas de gallina fritas,…) pero también muy ricas. Sopas, guisos, ensaladas,… de verdad que, en general, una pasada.
Ahora bien, lo realmente memorable fue cuando, paseando por la noche en la ciudad de Libo, en uno de tantos puestecillos de comida me encuentro con esto:
Si ampliáis veréis que lo de la izquierda son cigarras, lo del centro saltamontes y lo de la derecha orugas de lepidóptero. De pasada le hice solo una foto y seguí mi camino, pero unos segundos después pensé que quizá esta era una de esas oportunidades en las que se te brinda hacer algo insólito que luego no se te vuelven a presentar. Así que, para fascinación del resto de la cuadrilla botánica, le hice gestos a la cocinera de que quería probar las orugas y las cigarras (los saltamontes tenían «muchas alas» y me dio demasiado yuyu).
Al principio hubo cierto desconcierto sobre mis intenciones y ya me estaban intentando sentar en una mesa para ofrecerme una cena completa. Por suerte, un chaval andaba por ahí con una de estas aplicaciones de traducción directa (ya sé lo que mis amigas traductoras pensarán de esto, pero es lo que hay) y dejé claro que sólo quería probar. Mi idea era simplemente pillar al vuelo los bichejos y degustarlos mientras me durase la enajenación mental, pero no conté con que necesitaban de cierta preparación, así que hubo unos larguísimos minutos de espera durante los cuales conseguí mantener estoicamente mis intenciones. La buena mujer cogió un puñado de orugas y tuve que convencerla que, de verdad, sólo quería probarlas. Durante la espera le pregunté al chico que si no podía directamente comerme una sin pensármelo mucho. Escribió una parrafada en chino que la aplicación tradujo como «puedes comerlas así si quieres, pero no te van a gustar», la rotundidad de semejante afirmación me pareció suficientemente convincente para tener algo más de paciencia. Finalmente, la cocinera me trajo esto.
Y he aquí la evidencia de que cumplí mi propósito para regocijo de propios y extraños.
Bueno, y a ver ahora cómo explico esto. La cosa es que estando ambos bichos fritos, apenas tenían sabor propio, era pura fritanga. De hecho casi me decepcionó no encontrar algún tipo de sabor nuevo, aunque hubiese sido asqueroso. Las orugas, sinceramente, a lo que más me recordaron fueron a patatas fritas diminutas. Algo crujientes por fuera y con un contenido pastoso pero muy neutro, como a fécula de patata. Las cigarras eran mucho más crujientes pero el exoesqueleto no era incómodo de masticar ni era desagradable al gusto (disclaimer: sólo me comí el abdomen). En este caso me supieron más como a gambas rebozadas. De nuevo, nada de sabores extraños ni novedosos, todo es puro prejuicio cultural de llevarte un bicho a la boca. Aunque insistí en pagar algo, me invitaron al piscolabis, imagino que el espectáculo ofrecido debió satisfacerles suficiente.
5. Recrearse en el comunismo vestigial
Ya he mencionado antes algunos elementos del carácter chino que me han gustado mucho, sobre todo estando inmerso en la sociedad estadounidense, a menudo tan superficialmente algodonosa, llena de cortesía de gomaespuma y «kind reminders» pasivo-agresivos. Espontaneidad, pragmatismo, sinceridad… en China la gente va a su bola, sin preocuparse de normas ni convenciones. Sin embargo, la gran contradicción con la que choca el carácter chino es justamente con su pasado comunista. De vez en cuando la vida en China se ve salpicada por momentos absurdamente rígidos, controles de seguridad, disciplina marcial e iconografía kitsch.
Murales en una zona industrial reconvertida en centro cultural en Guiyang
La primera mañana al bajar al lobby del hotel para preguntar por el centro de convenciones, había ya montada una mesa con el logo del congreso y, tras ella, siete (¡siete!) voluntarios uniformados con unas camisas muy monas. En cuanto me acerqué a ellos, se levantaron al unísono, casi cuadrándose, dispuestos a orientarme (con todas sus buenas intenciones, porque resultó que todos ellos hablaban exclusivamente chino). Este tipo de excesos, gente con empleos superfluos, de pie en las esquinas, como vigilando pero sin hacer nada (durmiéndose, de hecho, al acabar el día), cuadrillas de guardias armados patrullando el congreso y controles de seguridad en los lugares más insospechados, me parecieron en efecto vestigios comunistas pero que por otra parte no encajaban nada en la forma de ser de los chinos. Controles, además, bastante inútiles: conocí a un investigador que trabaja con madera y que en su maleta (que tuvo que meter dentro del congreso el último día porque su vuelo salía por la tarde) contenía un serrucho. Nadie le dijo ni pío tras pasar por los rayos X.
El momento culminante del reencuentro con el comunismo pop fue la visita al museo de la Larga Marcha que hay en Tuchengzhen. Por allí fue donde Mao y el Ejército Rojo despistaron al ejército de la República de China cruzando cuatro veces el río Chishui.
El museo en sí mismo no tiene especial interés si no sabes leer chino excepto por un impresionante conjunto monumental con los protagonistas del suceso (parecía bronce, pero lo mismo era corchopán) y una maqueta luminosa donde te contaban los movimientos del Ejército Rojo en la zona. Lo mejor, por supuesto, era la tienda de souvenirs.
Mis favoritas son las de forma de corazón (izquierda)
6. Aprender de los mayores, para bien y para mal
Lo del viaje de campo organizado fue una cosa curiosa. Nos juntamos un grupete majo bastante diverso de al menos diez nacionalidades distintas, en general con una media de edad bastante alta (no sé si la gente joven cada vez está menos interesada en el campo o que el viaje era muy caro). Entre nosotros había distintas personalidades, pero ciertas actitudes de la gente más madura siempre me hacían sonreírme: gente que rechazaba de plano las redes sociales, que criticaba el uso del teléfono móvil, que (pese a cumplirse ya casi 20 años del primer APG, o clasificación de las angiospermas basándose en filogenia molecular) seguía recelosa del uso del ADN para mejorar la taxonomía. Había incluso quien se quejaba porque todo estuviese en chino y porque al preguntar a la mayoría de los extraños por la calle, nadie supiese inglés. Pensando en alguna persona en concreto, bajo esa máscara de gruñonería y suficiencia, lo que veía en el fondo era una vulnerabilidad manifiesta ante el siglo XXI, incluso entre gente supuestamente bien viajada.
Casualidades de la vida, nuestro grupo incluía también a Friedrich Ehrendorfer y su mujer Luise. Este nombre quizá no os diga nada pero es uno de los autores del famoso Strasburger, uno de los libros de texto de botánica más usados en España (en las ediciones más recientes, él ya no participó, pero en la que yo usé en mis años mozos, sí). Este señor, discípulo nada menos que de Stebbins, acababa de cumplir 90 años y sin embargo nos dio una lección a todos de cómo se va a un viaje de campo. Tanto él como su mujer formaban un equipo perfecto, llevando notas minuciosas de todas las especies encontradas, fotografiando todas las plantas y llevando al día y actualizando todas las observaciones (botánicas, paisajísticas, sociales, etc) del viaje, como queriendo estrujar cada momento. Recuerdo en concreto momentos de pereza generalizada en un autobús y a él, poniéndose de pie en el pasillo, cámara en mano, y acercarse con dificultad a la parte delantera del vehículo para tomar una buena imagen del paisaje. Quizá como no podía ser de otra manera, esta pareja entrañable y de trato magnífico nos tenía a todos encandilados con su excelente talante y buen ánimo en todo momento.
Tuve la suerte de tener un par de charlas con él, unos encuentros que me gustaron especialmente. Hablamos de la importancia de resolver las cuestiones más fundamentales de la filogenia y se confesó admirado de las capacidades técnicas actuales que habíamos podido disfrutar en el congreso y que eran a su juicio «muy superiores» a los métodos anteriores. Mencionó entre risas los años locos en los que estaba de moda la fenética. También le pregunté por Stebbins. Según él, fue quizá la última persona que fue capaz de tener un dominio personal puntero de las distintas ramas de la botánica evolutiva, en parte por sus capacidades individuales y en parte porque a partir de cierto momento la expansión del conocimiento hacía imprescindible especializarse más.
Es curioso cómo el viajero más mayor de toda la cuadrilla era uno de los que estaba más receptivo a los últimos avances científicos, uno de los más activos aprovechando la experiencia y quizá de los que más disfrutó el viaje. Un claro contraste con otra gente no tan veterana, y sin embargo mucho mas gruñona. Aunque no tenga nada que ver con China, conocer a nuevas personas me sirvió también como recordatorio personal de que la vida es una exploración continua en la que nunca hay que dejar de poner al día el cuaderno de campo y en la que siempre habrá cosas nuevas que descubrir.
Foto sin venir a cuento del pabellón Jiaxiu en Guiyang (finales del siglo XVI, dinastía Ming) y de su reflejo en el río Nanming, porque no sabía dónde colároslo
7. Encontrar «el musgo que emocionó a Elizabeth Britton»
Una de las últimas paradas del viaje fue en el monte Chishui, uno de los enclaves donde se da el paisaje «Danxia», supuestamente exclusivo de China, reconocido por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. Nuestro guía no sabía muy bien cómo describir qué eran las formaciones Danxia, y por sus palabras (calizas que se ponen así como rojas) yo me temía que iba a ser como la Serranía de Cuenca y que lo de la exclusividad petrográfica china iba un poco de farol. El paisaje Danxia resultó ser, sin embargo, unas rojísimas areniscas (no calizas) cubiertas por un denso bosque en el que se mezclaban elementos subtropicales (palmeras, ficus, Schefflera, la versión salvaje del té,…) con géneros de zonas templadas (robles, Castanopsis -fagáceas asiáticas- y cupresáceas como la imponente Cunninghamia).
Aquí los briólogos estuvimos entretenidos con todo tipo de delicias especialistas de las areniscas incluyendo Bryoxiphium norvegicum, el musgo espada.
A este musgo le tenía ganas porque ando con la intención de encontrarlo en cierto lugar donde estoy seguro que está pero nadie lo ha visto aún. De momento esta es la primera vez que lo encuentro en la naturaleza y hay varias cosas curiosas que comentar de él, pero como esto está quedando un poco largo sólo diré que, aparentemente, este fue uno de los motivos que inspiró a la célebre brióloga Elizabeth Britton a dedicarse a estas plantas. Si todo sale bien algún día podré extenderme más sobre algunas curiosidades de este caramelito.
8. Pasar una noche en Shanghai
Cuando compré los billetes de avión, todas las combinaciones y trasbordos parecían horribles. Algunos vuelos me daban escalas muy largas o muy cortas. Lo malo de las escalas largas es que pasas mucho tiempo aburrido en el aeropuerto de turno. En este viaje he aprendido que las escalas largas dejan de ser aburridas si tienes la suerte de que sean MUY largas. La primera vez que el buscador de vuelos me ofreció una escala de 22 horas en Shanghai bufé de fastidio, pero luego lo pensé mejor: 22 horas es tiempo suficiente para poder disfrutar algo de Shanghai, una ciudad que no entraba en mis planes, así que al final opté por tener una despedida urbana del viaje.
Pude coger así el Maglev, el famoso tren de levitación magnética que une el aeropuerto con el centro urbano y que, con velocidades punta de 430 km/h, es el tren comercial más rápido del mundo. Llegué luego en metro hasta mi estación y, esta vez sí, pude disfrutar (ya solo y sin guía ni grupo) de esa sensación que echaba de menos de estar en una ciudad extraña en la que nadie va a entenderte más que a través de señas.
Shanghai fue la ciudad más cosmopolita de las que he visitado, con algunas señales de calles en inglés y con una mayor proporción de occidentales y de gente de otras culturas. En el centro aún sobreviven edificios de la época colonial, y hay callejuelas que parecen rurales y remotas. Sin embargo, la atracción que parece atraer más gente y la visita imprescindible, es de una aglomeración que asusta.
The Bund es el paseo a la ribera del río que recorre algunos de los edificios históricos de la ciudad. La principal atracción, sin embargo, está al otro lado, en el barrio de Pudong, el centro financiero de la ciudad que ofrece el famoso skyline:
La verdad es que es un espectáculo que impresiona. No sólo por la imagen en sí, los rascacielos con luces de colores y los barcos recorriendo el río Huangpu, sino por la propia atmósfera. La aglomeración de gente es tan grande que en cierto momento de la noche incluso hubo policías para regular el tráfico. En uno u otro momento, cada una de esas personas nos esmeramos en retratar y retratarnos en aquel lugar. Es como si cada uno de nosotros, con nuestras pantallitas y cámaras tuviésemos la misma misión de dejar constancia de nuestra presencia allí. Por supuesto se puede hacer la crítica implícita de dar más importancia a la foto que a vivir en primera persona la experiencia, pero quizá animado por las enseñanzas del punto 6, también quise apreciar lo extraordinario que era aquel fenómeno que tan bien está reflejando la realidad del mundo actual: desde aquel lugar, miles de personas estaban produciendo otras tantas miles de imágenes, compartidas (preferentemente a través de Wechat, la onmipresente red social china, pero también de este humilde bloj, por ejemplo, unos días después) con otras tantas miles de personas que no estaban allí presencialmente, pero que de alguna forma también estaban siendo partícipes de aquella noche aunque fuese de forma virtual.
Alguna vez he dicho que quizá cada cierto tiempo el mundo ha tenido una ciudad que ha sido, a todos sus efectos, La Ciudad, el ombligo del mundo, el centro neurálgico y el escenario de la historia durante sus propios momentos dorados: Roma, Constantinopla, Córdoba, París, Londres, Nueva York,… Si, como algunos dicen, China está llamada a ser el nuevo país hegemónico, quizá Shanghai se convierta en ese nuevo escenario global y capital del mundo. Le falta aún mucho para adquirir el cosmopolitanismo de Nueva York o Londres, pero si alguna vez sucede no dudo que será una digna sucesora. A mí al menos, en el breve lapso de tiempo que pude disfrutarla, me fascinó.
Que envidia…
Al tiempo: acabaremos viendo tu nombre en la parte de briófitos de los futuros libros de texto de los aprendices de botánicos. Entonces podremos decir: «¿Mr. Copépodo? ¡Por supuesto!. Es un honor haber comentado en su blog».
Qué ilusión hace encontrar una entrada nueva en el blog de Copépodo; y esta, maravillosa. ¡Nunca son demasiado largas!