Lo de las razas

Hace dos o tres años, cuando aún trabajaba en un liberal arts college a orillas del Misisipi, recibí un correo de la rectora invitándome a una cena. En el correo se incluían a una veintena de otros profesores a los que reconocía perfectamente (se trata de un centro tan pequeño que básicamente es como una aldea gallega a esos efectos). El único factor común que explicaba la lista de los otros destinatarios era que se trataba de profesores no blancos. Había compañeros estadounidenses negros, latinos y asiáticos, así como compañeros también extranjeros de El Salvador, China o India, y sin embargo no habían sido invitada una profesora francesa ni una colega británica. La pregunta que me hice a continuación es qué narices pintaba yo en aquella lista, y tras leer con detenimiento una vez más a los destinatarios del correo llegué a la conclusión de que, efectivamente, yo no contaba como blanco. La pista definitiva fue que en copia estaba también la flamante nueva vicerrectora de diversidad, un cargo nuevo que el centro había creado con gran pompa para contrarrestar la realidad de instituciones mayoritariamente blancas en una de las zonas con menor diversidad racial y étnica del Midwest.

Tras sopesar los pros (cena gratis con, para qué negarlo, algunos de mis colegas y amigos más interesantes) y los contras (participar de algo que tiene más que ver con el politiqueo de cara a la galería que con el verdadero problema crónico de fondo) opté, como buen gocho, por la primera opción. No me arrepiento, porque a pesar del esperable discursito de appreciation viví un momento glorioso en el que al comentario de pasada de la rectora («Rafa, ¡Cuánto tiempo sin vernos!») le respondí sin darme muy bien cuenta de lo que hacía un «Claro, ¡si me respondieras a los correos lo mismo nos veíamos más!». Pude ver en sus ojos el pantallazo azul de la muerte que se le lió en su bienintencionado y políticamente correcto córtex prefrontal midwesterner.

Pero a lo que vamos: gracias a este suceso me di cuenta de hasta qué punto, incluso a nivel formal, por parte de gente con estudios y con cabeza, no se me estaba percibiendo como persona blanca. Tuve ocasión de verificar este descubrimiento al contárselo a otros amigos cercanos no invitados a la cena (estadounidenses blancos, todos ellos igualmente con sus doctorados respectivos, sus gafas y esas cosas) y notar distintas reacciones, desde aquellos que sí podían tener un mayor conocimiento sobre el entrecruzamiento de las realidades demográficas y lingüísticas, y aquellos a los que mi confusión les pilló en un renuncio porque para ellos yo seguía sin ser blanco. No quiero hablar de por qué estaban equivocados o no, sino de la realidad que me demostró esa y otras situaciones: a efectos prácticos es más relevante la raza con la que te perciban los demás que la que tú creas tener. La raza es algo que se te impone desde fuera.

Todo esto lo saco a colación de la relativamente reciente controversia a raíz de que, nada menos que el New York Times, diera por sentado que los españoles no somos blancos. Al poco de la resolución de las elecciones presidenciales yanquis (lo dejo para otro día, que no sé si mi aportación le interesa a nadie), he pensado que me apetece soltar por aquí algunas cosas que he aprendido siendo extranjero en EE.UU. sobre las razas. Aunque en medios españoles se ha escrito mucho del tema, en general me han parecido lecturas que solo rascan en la superficie de una reflexión mucho más interesante y de alcance global.

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Diarios del Midwest (2)

Cómo me perdí el eclipse total más visto de la historia
(Dramita TRAGEDIA en seis actos)

Han tenido que pasar más de diez meses para que las heridas que me dejó en el alma el aciago 21 de agosto de 2017 hayan cicatrizado lo suficiente como para que pueda compartirlos con vosotros. Aquel día tuvo lugar un esperado eclipse total de sol: la sombra de la Luna proyectada sobre la Tierra atravesó Norteamérica de costa a costa en uno de los espectáculos más celebrados que pueden verse en nuestro planeta y para el que me llevaba preparando casi dos años. Como sois gente perspicaz y despierta ya os imagináis que esta historia no acaba bien, así que si os queréis unir a mis lamentos, o echaros unas risas, allá vamos.

Acto 1. Proemio
Lo de que ver un eclipse total de sol es algo que quiero experimentar antes de morirme  lo tengo cristalino desde hace mucho, pero claro, a no ser que te sobre el dinero o seas uno de esos adictos a los eclipses, raramente te planteas viajar una gran distancia para presenciarlo. Es más bien una de estas cosas que confías en que quizá en el futuro no te vaya a pillar demasiado mal. Hay que aclarar que, por supuesto, me refiero específicamente a estar en recorrido de la totalidad, o como queráis llamarlo: el corredor que queda totalmente a la sombra de la Luna, donde se puede ver la corona solar, etc etc. Si no tienes claro por qué un eclipse parcial al 99% es cualitativamente distinto a experimentar la totalidad, busca un poco por ahí que internet está lleno de fricazos encantados de explicarte por qué es una de las experiencias más extraordinarias que puedes vivir. Pero aquí vamos al drama: yo ya había visto varios eclipses parciales, e incluso el eclipse anular que fue visible desde Madrid en octubre de 2005 (inolvidable), pero yo quería, obviamente, la totalidad, el caviar.

Lo de que en 2017 había un eclipse solar que pasaba por EE.UU. no me acuerdo muy bien desde cuándo me sonaba, y la idea vaga de intentar hacer un viajecito a la totalidad siempre me había seducido, pero quizá la primera vez que me percaté de que iba a estar viviendo en Illinois cuando vi el mapa del camino de la totalidad, las piezas encajaron .

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Diarios del Midwest (1)

Fuente: QC Times

4 de julio de 2017. Los parques y paseos fluviales de Rock Island y Davenport están llenos de gente esperando al espectáculo de fuegos artificiales del Día de la Independencia. Lo que da a esta celebración un toque especial es que los fuegos se lanzan desde barcas en el propio río Misisipi, entre Illinois y Iowa, con el reflejo en el río y el skyline de la ciudad que te pille enfrente. Había visto algunas fotos como la que os pongo aquí y tenía ganas de disfrutarlo en persona. Los fastos del 4 de julio me parecen un momento único para ponerte tranquilamente en una esquina y observar al personal desarrollarse en su esencia más ingenuamente provinciana. Se parecen más a las fiestas mayores de tu pueblo que al tópico que nos viene a la cabeza con Will Smith matando extraterrestres. La gente se lleva sus sillitas plegables y sus bocadillos, a la fresca, esperando. El despliegue en sí me deja ambivalente. Visualmente no decepciona, pero lo entorpece todo la manía que tiene esta gente de poner música a la pirotecnia, cosa que en sí no es un problema siempre que la sepas acompasar… y no es el caso. Las explosiones se suceden arrítmicamente mientras suena un batiburrillo de Beyoncé, Justin Bieber, y el himno nacional, acompañado de gritos de «Oh yeah!» que acaban dándole a todo el sarao una atmósfera un tanto cómica. Bienvenidos al Midwest.

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Cosas que me pasaron en China


1. Asistir al congreso botánico más grande del mundo

La excusa principal por la que he pasado un par de semanas en China fue la celebración del XIX International Botanical Congress, que tuvo lugar en Shenzhen. Los IBC son por definición los congresos científicos de botánica más grandes porque están invitados todo tipo de investigadores que hagan algo con plantas: taxónomos, ecólogos, genetistas, etnobotánicos etc. Se celebran sólo cada seis años y se rodean de cierta pompa a la altura de tan solemne ocasión. Son como los juegos olímpicos de la botánica y se aprovecha, por ejemplo, para revisar el código de nomenclatura, de forma que cada nueva edición del mismo tiene el nombre de la ciudad donde tuvo lugar el IBC. Así, hace seis años en Melbourne, fue cuando se decidió ampliar las diagnosis de nuevas especies al inglés, además del latín (como conté aquí) en el llamado «Código de Melbourne», y el año que viene entrarán en vigor las nuevas actualizaciones en el que pasará a llamarse Código de Shenzhen.

Esta era la primera vez que asistía a un IBC, y la verdad es que ha sido una gozada. Si estos congresos por definición ya son mastodónticos, los chinos han querido salirse por todo lo alto con una edición que ha batido todos los récords (más de 6000 participantes y hasta 26 sesiones simultáneas en algunos momentos). El sarao tuvo lugar en el rutilante centro de convenciones de la ciudad, y es cierto que la comparación con unas olimpiadas venía a la mente una y otra vez.

 

A este congreso llevaba dos presentaciones orales. Casualidades de la vida, las dos se programaron en el mismo segmento de tiempo en dos sedes distintas. Cuando me monté en el avión no tenia acabadas ninguna de las dos presentaciones. Que se hubiese dado sólo una de las dos circunstancias (no digamos ya ambas) al comienzo de mi carrera hubiese sido motivo suficiente para una angina de pecho (qué años locos aquellos en los que tenía tiempo de sobra, acababa la presentación dos semanas antes del congreso y dedicaba los últimos días a practicarla hasta una precisión milimétrica). Ahora me doy por satisfecho por haber sobrevivido a un verano frenético más apagando incendios. Y sí, pude dar las dos charlas tras un pequeño ajuste en el programa.

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Docencia en Estados Unidos: reflexiones sueltas

 

Hace unos días que se acabó el curso por aquí y aprovechando el respiro que ello conlleva voy a ver si actualizo un poco esto. Los últimos meses han estado llenos de nuevas experiencias derivadas del cambio de trabajo, que en gran parte consiste en ponerme delante de un puñado de desconocidos de veinte años y enseñarles algo. Hacía ya bastante tiempo que no daba clase, y nunca lo había hecho en un contexto como este, así que, sí, digamos que ha sido un proceso intenso que bien merece algunas divagaciones. He hablado varias veces ya de cómo funciona la universidad en Estados Unidos (una vez en 2008 y otra en 2013). Va a ser inevitable que me repita un poco, aunque intentaré insistir en las novedades que me da la nueva perspectiva.

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