Estos días se cumplen diez años, ¡diez! desde que adquirí una mis más preciadas posesiones: una cámara Olympus 550-SP UZ. Se trata sin duda de una de las compras mejor amortizadas que he hecho, porque tras esos 400 y pico eurazos del ala, sigue funcionando bastante bien (algo cascadilla y deteriorada, pero aún en forma).
¡Compañera de aventuras!
Ha estado en once países (incluyendo catorce estados de EE.UU.), ha bajado a 430 metros bajo en nivel del mar* y ha subido conmigo tres «cuatromiles»; ha conocido cinco desiertos, tres pluvisilvas y ha estado en siete «hotspots» de biodiversidad global. Esta fue, además, mi primera cámara digital. Justo un par de años antes había heredado una canon EOS analógica cojonuda, con dos objetivos estupendos y que hacía unas fotos tremendas. Sin embargo, cargar con todo aquello en el campo, más prismáticos, guías de campo, etc, se me acabó haciendo muy cuesta arriba. Me decanté por la SP-550 porque en su día destacaba por ser relativamente compacta y a la vez ofrecer las bondades de un gran angular y un zoom de 18 aumentos en un sólo aparato. En pocos años aparecerían cámaras mucho más pequeñas con prestaciones similares, y aunque varias veces he estado tentado de modernizarme, la he seguido usando de forma constante y pese a los achaques ahora me niego en redondo a jubilarla hasta que siga teniendo aguante (todo parece que este verano se viene conmigo a China). Parece poco menos que indestructible, la muy jodía.
Así que nada, he pensado que sería bonito hacer una selección de diez fotos, sólo diez, que resuman esta particular relación digital. ¡Ha sido más difícil de lo esperado! Las fotos no están siguiendo ningún orden determinado ni las he elegido necesariamente por la calidad, sino por el recuerdo que tengo de ellas, intentando abarcar variedad de temas y situaciones.