Bingewatching «El hombre y la Tierra» en 2022

Me he propuesto ver completa la serie «El hombre y la Tierra«, del ínclito Félix Rodríguez de la Fuente, y aunque apenas llevo revisitada una pequeña parte (era mucho más extensa de lo que recordaba, y muchos episodios no los había visto nunca), ya me están surgiendo algunas cosillas que decir. La idea principal es que voy a hacer un breve comentario de cada episodio como si fuese una crítica rápida en Rotten Tomatoes o algo así, en plan bruto. Estas críticas las tendréis disponibles según vaya avanzando el visionado en este hilo de Twitter. El objetivo es bastante ambicioso porque la serie consta a su vez de tres bloques: Fauna venezolana, la primera en rodarse (1974) que consta de 18 episodios (9 horas); Fauna ibérica, la más extensa, que se rodó entre 1975 y 1979 y que incluye episodios televisados de forma póstuma (92 en total, 46 horas); y el bloque de Fauna canadiense (1979-1980) durante cuyo rodaje tuvo lugar el accidente en el que murió FRF y parte de su equipo y del que llegaron a producirse 14 episodios, con 7 horas de duración. Aunque el hilo de Twitter contenga las críticas, me ha parecido necesario extenderme un poco más sobre algunas apreciaciones a vuelapluma al comienzo de este proyecto (ya veremos si hay alguna conclusión final). La serie está disponible en la web de RTVE. En el hilo voy a poner los episodios algo desordenados y empezando por la fauna ibérica.

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Perpetua

(Divagacionistas #relatosMascotas)

No me acuerdo bien del día que Perpetua llegó a casa, simplemente un día estaba ahí, en su recipiente de plástico lleno de agua, con su isla y su palmera. Perpetua no perdía el tiempo demostrando que no le gustaba nada su simulacro de paraíso tropical de poliestireno naranja. Nunca la vi escaparse, pero mi actividad ineludible al regresar del cole era buscarla por la casa, a veces durante un buen rato, hasta que la encontraba detrás del sofá o debajo del escritorio. La devolvía a su isla, le daba de comer y pasaba tiempo con ella, así todos los días.

Un día de octubre mis padres leyeron un artículo en una revista que decía que las tortugas de Florida transmitían enfermedades. Ocultándome sus motivos me hicieron una encerrona para explicarme que Perpetua tenía que hibernar, pero que no me preocupase, que volvería por sus propios medios en primavera. La mejor demostración de mi credulidad fue que no sentí desasosiego cuando la vi caer a plomo en el cubo de la basura.

Desde el 21 de marzo siguiente empecé a buscarla a diario y un día, sin más, Perpetua estaba junto a la puerta cuando regresé del cole. Había crecido mucho, tenía el tamaño de una olla. No siendo posible ya retornarla a su isla, se dedicó vagabundear por la casa en cuanto le abrí la puerta. Al principio fue muy angustioso hablar con mis padres sobre el tema, ya que se negaban a verla, incluso cuando estaba delante de sus narices. Parecían preocupados y aunque me pidieron que dejara de mencionarla delante de mi hermana, sí que me pidieron que contase todos los detalles al médico. Finalmente aprendí que mis padres estaban más tranquilos si dejaba de hablar de Perpetua por completo y me acostumbré a ignorarla si había gente delante.

He sido capaz de vivir con Perpetua todo este tiempo, pero la convivencia se ha vuelto insostenible. Uno diría que un reptil de más de dos metros no puede esconderse en una casa y, sin embargo, casi nunca sé dónde está. Me sobresalta en los momentos más inconvenientes: en el pasillo cuando voy a beber agua en mitad de la noche, o mirándome fijamente mientras me acuesto con mi mujer. Sé que quiere decirme algo, pero las tortugas no hablan y me atormenta pensar que hasta que no la entienda nunca dejará de asustarme.

Viaje Intermontano contado para europeos. 1. Grandes Llanuras

0. Introducción

Durante la primavera de 2019, Alfie y yo condujimos más de 8000 kilómetros buscando una planta que solo se había encontrado cinco veces en los últimos 150 años. Aunque se trata de una historia con final feliz y el objetivo se cumplió, este no es un post sobre esa búsqueda (otra vez será), sino una reseña del que acabó siendo uno de los viajes más fascinantes que he realizado.

Recorrido principal, sin contar desvíos e incursiones. mayo-junio 2019

Si bien el destino estaba en Utah y Nevada y hubiese sido más práctico volar a algún aeropuerto local desde mi antiguo hogar en Rock Island, se dio la rara circunstancia de disponer del tiempo suficiente para hacer un road trip de proporciones épicas y hollywoodianas en el país de los road trips épicos y hollywoodianos.

Para los que seáis nuevos o no os acordéis de ellos, retomo aquí la costumbre de dar pinceladas de historia natural de mis viajes favoritos, y podéis encontrar por ahí las series de Nueva Inglaterra, El Cabo, Madagascar y Etiopía. Lo de la coletilla «para europeos» lo ponía en su momento por poner el acento en mis propios referentes y comparaciones inevitables de quien se formó como biólogo en Europa, pero obviamente está escrito para quien quiera leerlo, aunque quizá mantenga lo de hacer comparaciones con paisajes ibéricos. También aclaro que esta va a ser sobre todo una serie de plantas y paisaje.

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Lo de las razas

Hace dos o tres años, cuando aún trabajaba en un liberal arts college a orillas del Misisipi, recibí un correo de la rectora invitándome a una cena. En el correo se incluían a una veintena de otros profesores a los que reconocía perfectamente (se trata de un centro tan pequeño que básicamente es como una aldea gallega a esos efectos). El único factor común que explicaba la lista de los otros destinatarios era que se trataba de profesores no blancos. Había compañeros estadounidenses negros, latinos y asiáticos, así como compañeros también extranjeros de El Salvador, China o India, y sin embargo no habían sido invitada una profesora francesa ni una colega británica. La pregunta que me hice a continuación es qué narices pintaba yo en aquella lista, y tras leer con detenimiento una vez más a los destinatarios del correo llegué a la conclusión de que, efectivamente, yo no contaba como blanco. La pista definitiva fue que en copia estaba también la flamante nueva vicerrectora de diversidad, un cargo nuevo que el centro había creado con gran pompa para contrarrestar la realidad de instituciones mayoritariamente blancas en una de las zonas con menor diversidad racial y étnica del Midwest.

Tras sopesar los pros (cena gratis con, para qué negarlo, algunos de mis colegas y amigos más interesantes) y los contras (participar de algo que tiene más que ver con el politiqueo de cara a la galería que con el verdadero problema crónico de fondo) opté, como buen gocho, por la primera opción. No me arrepiento, porque a pesar del esperable discursito de appreciation viví un momento glorioso en el que al comentario de pasada de la rectora («Rafa, ¡Cuánto tiempo sin vernos!») le respondí sin darme muy bien cuenta de lo que hacía un «Claro, ¡si me respondieras a los correos lo mismo nos veíamos más!». Pude ver en sus ojos el pantallazo azul de la muerte que se le lió en su bienintencionado y políticamente correcto córtex prefrontal midwesterner.

Pero a lo que vamos: gracias a este suceso me di cuenta de hasta qué punto, incluso a nivel formal, por parte de gente con estudios y con cabeza, no se me estaba percibiendo como persona blanca. Tuve ocasión de verificar este descubrimiento al contárselo a otros amigos cercanos no invitados a la cena (estadounidenses blancos, todos ellos igualmente con sus doctorados respectivos, sus gafas y esas cosas) y notar distintas reacciones, desde aquellos que sí podían tener un mayor conocimiento sobre el entrecruzamiento de las realidades demográficas y lingüísticas, y aquellos a los que mi confusión les pilló en un renuncio porque para ellos yo seguía sin ser blanco. No quiero hablar de por qué estaban equivocados o no, sino de la realidad que me demostró esa y otras situaciones: a efectos prácticos es más relevante la raza con la que te perciban los demás que la que tú creas tener. La raza es algo que se te impone desde fuera.

Todo esto lo saco a colación de la relativamente reciente controversia a raíz de que, nada menos que el New York Times, diera por sentado que los españoles no somos blancos. Al poco de la resolución de las elecciones presidenciales yanquis (lo dejo para otro día, que no sé si mi aportación le interesa a nadie), he pensado que me apetece soltar por aquí algunas cosas que he aprendido siendo extranjero en EE.UU. sobre las razas. Aunque en medios españoles se ha escrito mucho del tema, en general me han parecido lecturas que solo rascan en la superficie de una reflexión mucho más interesante y de alcance global.

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Post demasiado largo y lleno de divagaciones sobre el uso de apps para identificar plantas

Llamo a un servicio de atención al cliente y una grabación me recibe cordialmente recordándome lo importantísima que es para la compañía mi satisfacción, y prometiéndome que va a intentar solucionar mi problema, aunque para ello tengo que contestar a una serie de preguntas. Mi problema es muy concreto, pero poco habitual. Con un poco de suerte se resolverá con un sí o un no, me bastaría con que una persona informada y conocedora del servicio me diese 20 segundos de su tiempo. Pero todos sabemos que ya estamos en 2020, y eso lo que quiere decir es que la forma que esta compañía ha considerado más eficaz y vanguardista de atenderme es la de despedir al 99% de su personal dedicado a estos menesteres y someterme a un invento del siglo XVIII llamado clave dicotómica. Con una calma parsimoniosa, la voz me someterá a preguntas basadas en las llamadas más comunes de los usuarios, y en función de mi respuesta, me irá derivando a otras preguntas hasta conseguir clasificar mi problema en categorías preestablecidas. Y yo sufro. Sufro porque sé demasiado sobre claves dicotómicas. Sé que son intrínsecamente ineficientes, producto de las limitaciones de su época. Sé que si mi duda es poco habitual, tendré que esperar hasta el final, hasta llegar a ese cajón de sastre de especies poco conocidas y mal resueltas. Sé que ante preguntas ambiguas puedo perderme en una sección que no me corresponde. Tras casi diez minutos de «yes» «no» y de pedir un «representative» sin éxito, llego por fin a a mi destino, recibo (como temía) una respuesta insatisfactoria y me cuelgan de forma automática. Quien haya intentado identificar mediante claves dicotómicas plantas, escarabajos o cualquier organismo de afinidad incierta, estará de acuerdo en que esa sensación es parecida a la de llegar a un punto muerto en una clade de 30 niveles.

Hoy en día, si alguien cuelga una foto de una planta en una red social y el autor pide ayuda para averiguar de qué se trata, invariablemente, hay una o varias personas que sugieren hacer una búsqueda inversa en Google Imágenes o usar tal o cual app. En otras palabras: en 2020, la reacción inmediata del cuidadano medio (de buena parte del mundo) ante un desafío intelectual como este es esperar que Google le saque las castañas del fuego. Mi interpretación de este gesto ha evolucionado en los últimos 6-7 años. Al principio, aunque no entendía por qué, esa respuesta espontánea de tantos usuarios de twitter y facebook («míralo en Google»; «usa esta app que es como el Shazam pero con plantas»)… en el fondo ¡me molestaba! Tenía todo el sentido que alguien hiciese esa sugerencia, pero en el fondo me irritaba leerla ¡Y haciendo introspección no era capaz de entender por qué! Hoy, además de no tener ya esa reacción, y de ser un ferviente defensor de las aplicaciones de identificación de bichos y yerbajos, soy capaz de sacarle mucho jugo al papel que tienen y tendrán.

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